Porque ahora sé que algunos de sus compatriotas no lo conocieron, porque me sentí en la obligación de mostrarles quién fue, luego de presentarles su hermoso rostro en una fotografía, quiero publicar acá algunas de las cosas que escribió y compuso y que me gustan mucho.
Hacia fines de los ´70 cruzó la frontera checo-alemana para visitar a su amigo Payo en Karl-Marx-Stadt. Lo acompañaban su joven mujer de entonces, una checa llamada Viera, y la perra de ambos, una galgo afgano que se llamaba Firne. Tengo muchas fotos de esos días compartidos. A él le gustaba hablar. Los argentinos decimos que los petisos son grandilocuentes. Él era pequeño y mitómano. Pero sabía de qué hablaba y lo hacía en una forma encantadora.
Además de su amistad histórica con Payo, me unió a él ese Vals de Valparaíso que me enseñaron unos chilenos exiliados que dieron a parar en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en septiembre de 1973. Uno de ellos era casi "lolo", se llamaba Lalo, era petisito y súper simpático y debe haber sido de Playa Ancha ("nacionalidad" que yo aún desconocía), porque me hablaba maravillas del Gitano.
Apenas llegada a la DDR, en un homenaje a Rodney Arismendi, fui invitada a cantar y canté esa canción y una de Zitarrosa. Al final se acercó a mí un chileno (luego lo conocí y supe que era Pancho Encina) y me dijo "Oye! La cantas mejor que el Gitano!!"
Y años después supe que en una oportunidad el Gitano había cantado su canción en una cantina en Luanda y un médico argentino que estaba allí (mi amigo Sergio) le contó que una compañera suya de medicina, que había tenido que partir a Alemania, siempre cantaba esa canción y el Gitano le respondió que él era el autor y, además, que un amigo suyo estaba "emparejado" con una argentina estudiante de medicina en la DDR. Y así, ese Vals de Valparaíso se convirtió para mí en un símbolo... cuando aún ni conocía a Osvaldo Rodríguez.
Todo lo demás sobre él puede hallarse en cualquier biografía en internet. Se doctoró en Letras en 1986 en la Universidad Carolingia de Praga. Como yo, curtía la onda de la comunicación epistolar: era un escritor obsesivo de cartas, que atesoró a lo largo de su vida.
También yo conservo aún los registros de las cartas que envié y que recibí durante esos largos años, y enormes sobres con todas ellas, seleccionadas por destinatario. Cosas del exilio. El dolor del destierro y las historias privadas volcadas en papeles que volaban por encima de los mares y se cruzaban a destiempo, cuando el teléfono era un lujo y el correo electrónico ni osaba a ser un delirio de algún esquizofrénico.
Dejo acá una canción hermosa y un poema suyo que fue musicalizado por Paco Ibañez.
La muerte
La muerte anda lamiendo andamios y escaleras,
arrastrando penumbras del muro en el jardín,
escondida en la noche con preferencia unánime
de los seres que buscan el humo y la tiniebla.
Se retrata en el mar y a veces en la arena
en las piedras azules, en los pantanos secos
gusta de perpetuarse en los riscos quebrados
cincelados a golpe de acero y terremoto.
Señora melancólica, sumisa, pensativa,
cansada de ser muerte, acaso, se acorrala
entre palomas frías de mármoles innobles
o delgados cipreses de gracia pasajera.
Nadie tiende una mano, nadie alcanza un pañuelo,
nadie derrama lágrimas por la gran enemiga,
nadie sale al camino para darle a la muerte
una copa que cure su sed inmemorial.
Con sus ojos de hueco donde el tiempo no existe,
donde no están mis pasos y se camina a ciegas,
me recuerda a mi infancia con sus días azules
con el canto que llora el viento en el jazmín.
Yo prefiero la vida con sus lámparas verdes,
con los días del viento golpeando en el balcón,
con los pechos amados de la mujer que amo,
con el vino que embriaga toda mi geografía.
Pero doy a la muerte una mirada grave
porque más de una vez me ha rondado su paso
y su aliento animal de fina criatura
que espera con paciencia que cruce su jardín.