Hay días que son distintos.
Distintos desde la percepción, desde el sentir, desde adentro.
Son días iguales que transcurren, con sus mañanas soleadas o lluviosas, sus atardeceres calmos, sus ruidos y sus apuros.
Pero son días distintos adentro de uno.
Hoy hace 23 años del golpe de estado que sacudió nuestra existencia. También fue un miércoles, y no amaneció con lluvia, sino con sol y la radio encendida debajo de la almohada, porque ya estábamos esperando que ocurriera. Los bandos militares nos despertaron y la incertidumbre nos invadió. Sabíamos que vendrían tiempos difíciles y que quizás deberíamos empezar a despedirnos de esa ciudad que hasta ahora, mal o bien, nos cobijaba.
Cuatro días después, el domingo 28, cayendo la tarde, fue el secuestro, a la salida de un cine. Mi mirada inequívoca, ya lamentablemente habituada a ver más allá que el común de los mortales, descubrió tras la multitud que salía del cine, en una esquina céntrica, a quienes serían nuestros verdugos. A quienes, por otra parte, ya conocía de otras persecuciones, de otras requisas de bolso y libros por los pasillos de la facultad de medicina.
Descubrirlos y saber qué nos esperaba fue un sólo acto desesperante, cargado de impotencia, de un sentimiento casi apocalíptico.
Un viaje largo y movido nos sumió en la oscuridad.
Los días siguientes no tuvieron mañana ni noche, horas ni hitos que pudieran acercarme una noción de tiempo. Ni que hablar del espacio. Sólo sé que no cabía acostada, que tenía frío y sangraba, que mi ateísmo se me fue a los quintos infiernos y una voz monótona dentro de mí rezaba a vaya a saber qué dios y le pedía que los otros, -los que ya para ese entonces nos buscaban desesperadamente-, no sufrieran. Yo casi sabía el fin que me esperaba.
Rezaba y cantaba, como he cantado en todas las situaciones difíciles, y recordaba la infancia y la cocina de mi casa, ayudada por los grillos que, en la humedad de los pastos que presentía más allá de los muros, acompañaban mi vigilia.
No había espacio ni tiempo reales, concretos, asibles. Era apenas una noción de vida, por el ruido casi agonizante de un respirar angustiado, entrecortado, sofocado debajo de la capucha.
Y en esa situación de precariedad absoluta, de indefensión, el sólo contacto con otra piel era tan imprescindible, que llegué a desear que apareciera cada cierto tiempo el único guardia que me trataba como un ser humano. El que me permitió bañarme, sentir el placer del agua tibia sobre mi cuerpo helado, aunque fuera a ciegas, el que me hablaba de futuros encuentros y probables cafés compartidos, porque "creía en mi inocencia". Ése, el que, -como llegué a descubrir más tarde-, comandaba todo el operativo.
Entre esos días y noches imperceptibles, hubo una madrugada terrorífica y a la vez maravillosa, en que me sacaron de la celda una vez más, con capucha, esposada, aturdida y sumida en el pánico que me provocaba el acercarme al final que presentía, al destino que temía. Entre todas las voces hubo una que reconocí: la que daba las órdenes. La voz "amiga" de quien me entregó a los responsables del viaje final, recomendándoles que me trataran como yo lo merecía. Esa misma voz que, interrogada por mí en un acto desesperado, me respondió: "Aunque sea la última vez que creas en un hombre, creéme: te vas a tu casa".
Esa madrugada, a ciegas, acostada en el piso del auto, con las manos de tres o cuatro tipos recorriéndome con saña el cuerpo y las botas aplastándome para que no me moviera, esperé resignadamente escuchar el primer disparo. No hubo disparo.
Cuando me tiraron en un campo húmedo de rocío, después de las amenazas y de un par de golpes más, de despedida, esperé nuevamente el tiro final. Y no hubo tiro. Hubo un ruido de auto alejándose a toda velocidad del lugar de la resurrección.
Nunca un rocío fue más placentero, nunca un frío más agradable, nunca una soledad más compañera, que los de esa mañana de abril en que me descubrí inesperadamente libre y milagrosamente viva.
Debieron pasar 20 años para que pudiera llorar desde lo más hondo. Debieron pasar aún tres años más, para permitirme recordar detalles y sensaciones, y escribir sobre ellas.
Hubo un disparador en la mañana de hoy, un acto casi simbólico, que me dejó sumida en este estado. Viajando hacia el hospital busqué en mi agenda electrónica para confirmar lo que yo pensaba: que el 24 de marzo de hace 23 años había sido un miércoles, como hoy.
Entonces recorrí hacia atrás meses, años, y los vi pasar por la pantalla así, simplemente, como la hoja de un calendario, en cuenta regresiva, mientras por mi mente pasaban en forma de imágenes, de recuerdos. Los años de nacimiento de mis hijos, la muerte de mi padre, la libertad de mi hermano, y arrimándome a los ´80 empecé a ver la nieve alemana, los amigos, imágenes, imágenes, imágenes, sensaciones y recuerdos, hasta llegar a esa fecha y entonces sí, aparecer toda la película, en cuadros desordenados, irrumpiendo sin permiso para instalarse cómodamente en mi interior.
Nunca escribí sobre esto. Pocas veces me detuve a pensar en suertes y desgracias respecto de ello. No me fue fácil asociar mi historia, desde mi perspectiva íntima, desde mi dolor, con la de los desaparecidos y la de los sobrevivientes. Como si se hubiese tratado de algo ajeno. Las pocas veces que me referí a ello, lo hice asépticamente, con rigor periodístico. Casi en tercera persona.
Amigos queridos: hoy fue un día difícil.
Mi subconsciente individual venció al inconsciente colectivo. Se puso en pie de guerra y decidió que no hay mejor arma que la memoria. Decidió que el olvido es una jactancia que no le corresponde.
Y así, con este ánimo de confesionario, arrasada por los recuerdos, quiero abrazarlos como si estuvieran acá.
Perdonen este balance histórico tan mío.
Los necesito.
Los quiero.
Li